Por Winfield D. Rosario
Fecha: 9/29/2025
Introducción: El Nacimiento de una Búsqueda
Hay momentos en la vida que rompen el mapa con el que navegábamos. No solo lo arrugan o lo manchan; lo hacen trizas. Para mí, ese momento llegó con la muerte de mis padres. Fue un quiebre que me dejó a la deriva, desorientado y con un profundo sentimiento de que las reglas del mundo, tal como las había entendido, ya no aplicaban.
En mi treintena, con una carrera en administración que de repente se sentía hueca y ajena, tomé una decisión que para muchos parecía ilógica. Me sumergí en el estudio de la psicología. No fue una elección puramente académica, ni la búsqueda de una nueva profesión. Fue una necesidad vital. Era el intento desesperado de un náufrago por encontrar las herramientas, no para reparar el viejo mapa roto, sino para aprender a dibujar uno nuevo, uno que pudiera guiarme a través de este nuevo y extraño territorio en el que me había convertido mi propia vida.
Este libro no es un manual de autoayuda ni un tratado académico. Es la crónica de esa búsqueda. Es la historia de cómo los conceptos abstractos de la psicología —duelo, resiliencia, trauma— cobraron vida y se hicieron tangibles a través de mi propia experiencia. Es el testimonio de una lucha, a veces torpe y a menudo dolorosa, por encontrar sentido en lo incomprensible y por descubrir quién era yo cuando todo lo que me definía había desaparecido. Esto es psicología, pero en carne propia.
Parte 1: El Duelo – La Realidad Detrás de la Teoría
Capítulo 1: «Sucedió y ya más na»
Los libros de texto intentan poner orden en el caos del alma humana. Nos hablan de las cinco etapas del duelo como si fueran paradas de un tren: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Pero la realidad es mucho más desordenada. No es una línea de tren; es un océano en plena tormenta, donde todas las olas te golpean a la vez.
Mi duelo comenzó con una frase, un pensamiento que se repetía sin cesar: «Sucedió, y ya más na».
Había un sentimiento de injusticia cósmica. Mis padres habían tenido vidas marcadas por la lucha, por una serie de tragedias que habían soportado con entereza. En mi mente, en la narrativa que yo había construido para ellos, merecían un final en paz, una muerte natural a una edad avanzada. Pero la vida no sigue nuestros guiones. La suya terminó de forma abrupta, una última tragedia que se sentía como una burla cruel del destino.
La frase «Sucedió y ya más na» encapsulaba esa brutalidad. No había una lección oculta, no había un propósito divino que pudiera descifrar. Era el impacto sordo de la realidad contra mis esperanzas. Fue la comprensión de que, a veces, las cosas simplemente terminan, sin cierre, sin explicación, dejándote solo con el eco del golpe. Ese fue el verdadero punto de partida: no una etapa, sino un vacío.
Capítulo 2: La Deuda Impagable y la Indignación Moral
Semanas después de su muerte, revisando papeles, encontré una pequeña deuda a nombre de mi madre. Era una cantidad insignificante, asociada a la compra de un objeto que aún usábamos en casa. Guiado por un impulso que venía de lo más profundo de mi educación, fui a la oficina correspondiente para saldarla. Para mí, no era una transacción financiera. Era un acto de honor, un ritual para cerrar su historia con dignidad. Pagar esa deuda era mi forma de decir: «Ella existió, sus compromisos importaron, y yo, su hijo, doy fe de ello».
Llegué a la ventanilla y expliqué la situación. La secretaria, con una amabilidad distante y profesional, me informó de que no podía aceptar el pago. «Al fallecer el titular, la cuenta se cierra automáticamente. La deuda queda cancelada», dijo.
Entendí el procedimiento, pero no pude procesar la filosofía detrás de él. Para el sistema, la muerte borraba la deuda. Para mí, el sistema estaba borrando a la persona. Mi acto de memoria fue reducido a una molestia burocrática. Sentí una indignación fría y profunda. ¿Cómo se atrevían? ¿Con qué propósito un procedimiento administrativo tenía el poder de invalidar un deber moral?
Me fui de allí con el dinero en el bolsillo y un peso en el alma. Diez años después, sigo usando aquel objeto comprado con el dinero prestado. Cada vez que lo veo, recuerdo esa deuda impagable. No la deuda del dinero, sino la deuda del sistema con la memoria, el recordatorio constante de que el mundo funciona con una lógica que a menudo es enemiga del corazón.
Capítulo 3: La Máscara de la Fortaleza
Tras el impacto inicial, la primera emoción dominante no fue la tristeza, sino una extraña y pesada capa de responsabilidad. El mandato interno era claro: debía estar y verme bien.
Era una lógica retorcida y paradójica, exclusiva del duelo. Por un lado, sentía que era lo menos que merecía. ¿Cómo podía yo permitirme estar bien, sonreír o seguir con mi vida cuando ellos ya no podían? Cada instante de normalidad se sentía como una traición, una especie de culpa del superviviente.
Al mismo tiempo y con la misma intensidad, sentía que era lo más que ellos merecían. Vivir bien, ser fuerte, se convirtió en mi forma de honrar su legado, de justificar sus sacrificios. Era mi deber no desmoronarme, por ellos.
Atrapado en esta contradicción, empecé a observar a mis hermanas. Me parecían anclas de madurez en un mar de incertidumbre. Su aparente entereza se convirtió en mi punto de referencia. Comencé a aceptar sus decisiones como las correctas, a seguir su ejemplo, a construir mi propia máscara de fortaleza. Era una fachada necesaria para sobrevivir, pero una que me distanciaba cada vez más de lo que realmente sentía por dentro.
Parte 2: La Resiliencia – La Lucha Silenciosa por la Memoria
Capítulo 4: El Conflicto de los Mapas Internos
Siempre había tenido la sensación de estar ligeramente fuera de sintonía con el mundo. Crecí con un mapa moral muy estricto, un conjunto de reglas sobre el deber, el honor y la ética que regían nuestro hogar. Pero al salir al mundo, me di cuenta de que la mayoría de la gente navegaba con un mapa diferente, uno más flexible, más «natural», guiado por las normas sociales y el interés propio.
Esto me generaba un conflicto constante: si seguía las reglas de casa, me sentía desconectado de los demás; si intentaba seguir las suyas, sentía que me traicionaba a mí mismo. Vivía con la persistente sensación de ser «incorrecto».
La muerte de mis padres dinamitó esta situación. Ellos eran los autores de mi mapa, sus anclas principales. Sin ellos, me encontré solo, con unas reglas que ya no sabía si aplicar, en un mundo que no las entendía. La crisis de identidad fue total. Fue en ese vacío, en esa necesidad de encontrar un nuevo norte, que la psicología apareció. No como una respuesta, sino como una caja de herramientas para, quizás, empezar a dibujar un mapa propio.
Capítulo 5: La Rebelión de los Errores Provocados
Mi lucha por mantener viva la memoria de mis padres se volvió silenciosa pero obstinada. Me di cuenta de que las conversaciones directas sobre ellos eran a menudo incómodas para los demás. El dolor era algo que la gente prefería evitar. Un reclamo emocional directo habría sido ignorado o tachado de inapropiado. Así que, inconscientemente al principio, desarrollé una estrategia.
Comencé a cometer errores.
Eran pequeños fallos, olvidos deliberados sobre detalles, fechas o historias relacionadas con ellos. No lo hacía para molestar, sino como un cebo. Sabía que la gente tiende a ignorar el dolor, pero no puede resistirse a corregir un error.
«Creo que eso pasó en el ’85, ¿verdad?», decía yo, sabiendo perfectamente que fue en el ’87.
«No, hombre, eso fue en el ’87, acuérdate que fue cuando…», respondía el otro. Y en ese momento, en esa «corrección aclaratoria», les obligaba a recordar. Les forzaba a hablar de ellos, a validar su historia, a sacar a la luz la «evidencia» de su existencia que yo sentía que se estaba desvaneciendo. Fue mi rebelión. Una forma dolorosa de tomar el control de la narrativa, aceptando parecer despistado para defender una verdad más grande.
Capítulo 6: Entendiendo al Enemigo
Mi estrategia funcionó. La cantidad de «errores» era tal que la gente se veía forzada a revisar, a verificar, a recordar. Logré mi objetivo, pero en el proceso, descubrí algo que cambió mi perspectiva.
Empecé a observar la reacción de los demás. Sus malentendidos, su evasión, su incomodidad… no eran un ataque personal. No era malicia. Era su propio mecanismo de defensa. El «malentendido» era su forma de protegerse del dolor, de la complejidad emocional que la situación requería. Estaban en su propio modo de supervivencia.
Mi frustración, que antes era una flecha dirigida hacia ellos, comenzó a cambiar de objetivo. Me di cuenta de que el verdadero problema era la fachada que utilizaban. Disfrazaban su incomodidad con una máscara de «profesionalismo» o «sentido práctico». Decían cosas como «hay que seguir adelante» o «lo correcto es cerrar página», no porque fuera lo más humano, sino porque era lo más fácil. Era una forma de invalidar mi dolor vistiéndolo de inapropiado. Esa hipocresía me frustraba aún más que el olvido.
Parte 3: El Crecimiento – La Claridad de la Autoconciencia
Capítulo 7: La Gran Paradoja
El final de un viaje interior no siempre es un lugar feliz. A veces, es una habitación llena de espejos. En esa habitación, vi el reflejo más incómodo de todos; me había convertido en aquello que tanto me había frustrado.
Para protegerme, para no volver a sentirme invalidado por un mundo que no entendía mi código moral, me había puesto la misma armadura que criticaba en los demás. Adopté una actitud profesional, reservada y, cuando era necesario, evasiva. Aprendí a no valorar mis propias conclusiones, a desconfiar de mis impulsos naturales, porque en mi interior resonaba la lección aprendida a la fuerza: que los sentimientos personales son vistos como «meros intereses», mientras que la conducta distante es vista como «correcta».
Me di cuenta de que mi actuación no era hipocresía, sino una cicatriz. Era el resultado lógico de una guerra en la que el bando de la eficiencia impersonal parecía ganar siempre. Descubrir esta paradoja no me hizo feliz, pero me trajo una extraña paz. La paz de la claridad.
Conclusión: Vivir con el Mapa Roto
Entonces, ¿quién soy ahora?
No soy la misma persona que empezó este viaje. Soy alguien consciente de sus propias contradicciones. Alguien que lleva una armadura y sabe exactamente por qué la forjó.
El crecimiento postraumático, en mi caso, no fue encontrar la felicidad o una nueva versión optimista de mí mismo. Fue adquirir la capacidad de mirarme al espejo y entender el complejo mecanismo de mi propia alma.
El estudio de la psicología no me dio las respuestas. Me dio algo mucho más valioso: el lenguaje para formular las preguntas correctas. No «curó» mis heridas, pero me enseñó a leer las cicatrices. Este libro es la prueba, la «evidencia» que siempre busqué, de que mi historia, mis sentimientos y mi lucha fueron tan reales como válidos.
Quizás esa es la única forma de aprender a navegar la vida; no con un mapa perfecto, sino aceptando que todos estamos un poco rotos y encontrando la valentía de dibujar nuestro propio camino en medio de las grietas.