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A la izquierda de un pizarrón lleno de complicadas ecuaciones matemáticas, en una aula apenas iluminada, el profesor Alberto Colores siempre se sintió en la cima del mundo. Era el maestro más respetado de la universidad; sus conferencias eran legendarias. Sus estudiantes lo miraban con una mezcla de admiración y temor, y siempre se sintió un paso por delante de ellos.
Pero su reinado terminó un martes, cuando uno de sus estudiantes más brillantes, David, se levantó en medio de una clase para corregirle un error en una de las ecuaciones más complejas del pizarrón. El silencio llenó la sala. David no solo corrigió el error, sino que propuso un enfoque más elegante y directo que el de Colores, dejando al viejo profesor sin palabras y con una extraña sensación de asombro.
Unos años más tarde, las cosas habían cambiado. Alberto Colores se había retirado y su memoria se deterioraba lentamente. Olvidaba nombres, rostros y, lo que era peor, las complejas ecuaciones que tanto amaba. A menudo, se encontraba perdido en su propia casa y su familia decidió que necesitaba más ayuda.
Lo llevaron a una clínica especializada en demencia. Y allí, en uno de los pasillos luminosos, vio a David, pero no como un colega, sino con una bata blanca y una tabla de registro. David ahora era el médico principal de la clínica, elogiado por sus métodos innovadores y su empatía con los pacientes.
El reencuentro fue cordial, pero la ironía de la situación era brutal. El antiguo alumno que le había corregido la clase ahora era el médico que tenía que supervisar su cuidado. Alberto, ahora un paciente con la mirada perdida, era un sombra del hombre que alguna vez fue.
Mientras David realizaba su ronda, se detuvo junto a la cama de Alberto. El anciano profesor le sonrió, pero su mirada era vacía. «Recuerdo esa ecuación… la que me enseñaste,» le dijo Alberto. «Me costó un tiempo entenderla, pero ahora… es como un rompecabezas incompleto en mi cabeza.»
David le respondió con una sonrisa, «No se preocupe, profesor. La resolvemos juntos.»
Y así, la vida dio un giro completo. El alumno se convirtió en maestro, y el maestro, en paciente. El que una vez enseñó a resolver problemas ahora dependía de su antiguo estudiante para resolver el más grande de todos: el de su mente. David, en cada consulta, no solo trataba una enfermedad, sino que también honraba a su mentor. De alguna manera, el viejo profesor seguía enseñando, recordándole a su exalumno que la empatía y la humildad son las lecciones más importantes de todas.