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En las exuberantes colinas de Cerrillo, Ponce, Puerto Rico, se alzaba un establo de pura sangre, famoso por sus impecables campeones. Pero entre la nobleza equina, había un potrillo llamado Cañonero, cuyo destino parecía sellado antes de nacer. Sus patas eran un poco más cortas de lo esperado, su cuello no tenía la elegante curvatura que se buscaba, y su trote, aunque enérgico, carecía de la fluidez perfecta de sus hermanos de cuadra. Los dueños del establo, ceñidos a sus estrictos estándares, decidieron que Cañonero nunca sería un campeón. Lo regalaron a un anciano granjero local, un hombre de corazón amable llamado Don Ramón, que vio algo especial en los ojos de Cañonero: un fuego indomable.
Don Ramón no tenía lujos, pero le dio a Cañonero amor y un campo abierto para correr libremente bajo el sol puertorriqueño. Cañonero, lejos de los ojos críticos de los criadores de pura sangre, descubrió su verdadera pasión: la velocidad. Aunque su forma no era «perfecta», su espíritu era inquebrantable. Pronto, las carreras de caballos locales en Ponce se convirtieron en su escenario.
En cada carrera, Cañonero era una vista peculiar. Siempre comenzaba en la retaguardia, pareciendo desinteresado mientras los demás caballos volaban por delante. Los apostadores se reían y los comentaristas se preguntaban por qué Don Ramón seguía inscribiendo a ese caballo «defectuoso». Pero Don Ramón simplemente sonreía. Sabía que Cañonero estaba guardando su energía para el momento perfecto y llegaba. En la última recta, cuando los demás caballos estaban exhaustos, Cañonero se lanzaba con una explosión de energía, sus patas cortas pero potentes batiendo el suelo con una furia inesperada. Uno a uno, adelantaba a sus rivales, sus músculos tensos y brillantes, hasta cruzar la línea de meta, siempre el primero. Sin embargo por los standars de su establo y posterior a ellos mas con el mismo lema el deporte de pura sangre; lo descalificaban.